Por: Martha Irene Mamani V. investigadora F.Tierra
Desde 2021 a los indígenas ese ejjas de la comunidad Eyiyoquibo les espera un bosque amazónico otorgado por el INRA. Después de varios reencuentros fallidos, un día caloroso, los comunarios más decididos de la comunidad emprendieron un viaje sinuoso hacia dónde un día fue hábitat de sus ancestros. Cuando llegó el atardecer, sin embargo, todos se montaron a los camiones empolvados con el mismo ahínco de ida. Es que para habitar el bosque y recuperar la cultura también se necesitan servicios básicos.
Aquella mañana calurosa de septiembre fue diferente para la mayoría de los ese ejjas de Eyiyoquibo. Unos suspendieron navegar por el río Beni en busca de peces escasos; otros pausaron la labranza de chacos en la isla Ribero. Las mujeres, además de aplazar sus actividades domésticas, guardaron sus artesanías aún inconclusas, y las criadoras de chanchos y patos verificaron que éstos tengan comida. Había llegado finalmente el día del encuentro con Fortaleza, un territorio selvático enclaustrado en pleno corazón de la Amazonia, concretamente en el límite entre La Paz y Beni. Estos habitantes ancestrales de la Amazonia boliviana llevaban en espera meses, años, en realidad décadas para reconciliarse con su territorio que en un pasado no lejano fue la morada de sus antecesores.
Lucio Games, el capitán indígena, varios días antes había convocado a las 80 familias que residen en la comunidad de Eyiyoquibo para explicarles que visitarían la tierra que les fue entregada en 2021 por el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) para que se re asienten. La noche anterior al viaje, como buscando asegurarse que ninguna familia alegue desconocimiento y esto derive en conflictos ya conocidos, el hombre de casi de 40 años, de aspecto risueño, volvió a reunirles, y esta vez explicó a detalle la expedición. Manifestó en su idioma que habían gestionado unos buses que acortaría el viaje de tres días de caminata a casi unas 3 horas a Fortaleza y que no era necesario afanarse en juntar monedas.
Los comunarios más ávidos soltaron preguntas que por mucho tiempo tenían rondando en la mente ¿podemos extender nuestra estancia en Fortaleza por al menos una semana? Declararon diferentes razones. Unos dijeron que querían recorrer la laguna de la que escucharon hablar, explorar el bosque y si se pudiera, avizorar espacios para las viviendas. Nadie declaró sus intenciones de no regresar a Eyiyoquibo, un espacio semiurbano del municipio de San Buenaventura, con signos de hacinamiento, donde fueron reducidos desde el año 2000 después de su aislamiento voluntario.
El encuentro con Fortaleza sería breve. “Será de ida y vuelta”, decretó el capitán en su lengua con cierta autoridad entremezclada con amabilidad. No hay víveres, vivienda, ni hay transporte para volver otro día, explicó. ¿estaría exagerando el capitán? Lucio sabía lo que decía, es que vivir en el bosque requiere condiciones mínimas de habitabilidad que Fortaleza no tiene. Lucio es uno de los pioneros del ingreso a su nuevo territorio desde hace dos años, cuando de INRA dispuso legalmente la autorización de (re) asentamiento en reconocimiento de sus derechos territoriales.
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Francisca Sossa, mujer ese ejja de 39 años, habitante antigua y activa de la comunidad Eyiyoquibo, emocionada dice: estoy llevando semilla de sandía. Mientras da de lactar a su bebé, con su mano derecha saca de su bolso un puñado de pepitas negras húmedas y se esfuerza en explicar en castellano que lo va a sembrar en Fortaleza. A las 9:30 del martes 26 de septiembre, junto a Francisca, una caravana de hombres y mujeres, machetes, azadones y botellas de agua en mano, aguarda impaciente el arribo de camiones demorados. No falta alguien que dice que no es necesario llevar agua, porque allí hay agua natural. Hay una laguna bien bonita y limpia, alguien complementa en castellano principiante. Las mujeres tejedoras no pueden ocultar sus bolsas de yute, tampoco pueden disimular su contentura cuando se les pregunta qué esperan encontrar en su nuevo territorio. Dicen sin titubear: vamos a recolectar el cogollo de chonta y jipi japa, que son arbustos apreciados por las artesanas ese ejjas.
—Se me ha perdido, no tengo… sentencian entre risas a la sugerencia del técnico externo sobre llevar sombreros para esquivar la insolación, como si dijeran tu idea es útil, pero inviable.
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Mientras los comunarios más entregados al trabajo colectivo acomodan decenas de hojas de calaminas onduladas para subirlas a los camiones, Lucio prepara un letrero recién pintado con colores cálidos que dice “Comunidad Indígena Ese Ejja Fortaleza. Fundada el 18 de agosto de 2022”. Uno de los colaboradores no duda en aclarar que en realidad el letrero debería decir “Pueblo originario Eyiyoquibo II” porque no se trata de una nueva comunidad, sino es una extensión de Eyiyoquibo. Además de las calaminas y letrero no hay otro trasto voluminoso. Nadie carga pertenencias que anuncien mudanza o migración, aunque sea temporal, más que la inquietud de recorrer libremente un bosque del que fueron enajenados desde las postrimerías del siglo XX, cuando en la amazonia se reconocieron derechos agrarios a comunidades campesinas y de interculturales, otros pueblos indígenas y otros actores.
Debajo del sol incisivo y el sopor del calor fatigante que alcanza los 40 grados, más de 60 ese ejjas se embarcan precipitados en dos camiones destartalados y dos minivanes ruidosos. En medio de la aglomeración, no faltan escolares que merodean los buses para montarse a última hora e ir al encuentro con el bosque donde moraron sus abuelos y bisabuelos. Resalta a primera vista la presencia de las mujeres de edades variadas. Las viajeras no van solas, en sus regazos cargan varios niños descalzos, en algunos casos se tratan de nietos. A diferencia de los varones, para todas ellas será la primera vez que pisarán Fortaleza.
La caravana de los ese ejjas despojados de su territorio ancestral, tan pronto como los carros arrancaron sus motores, surcaron por la carretera San Buenaventura – Tumupasa en medio de un paisaje gris salpicado por grandes propiedades ganaderas, cañaverales extensos, asentamientos de comunidades campesinas y árboles en pleno quemazón. Al inicio de la travesía, entre los viajeros se sobrepuso un silencio casi intimidante, nadie se animó a espetar alguna palabra, ni siquiera un adiós a los que se quedaron en Eyiyoquibo. Para algunos ese ejjas era la primera vez que se subían a un carro y tardaron en acercarse visualmente a una realidad ajena a su cotidianidad. No es que nunca habían viajado o explorado territorios distantes de su asentamiento actual, de hecho, la población esa ejja alberga una larga experiencia familiar de desplazamiento geográfico permanente, pero sus rutas siempre fueron los ríos.
Viajar 80 kilómetros para aproximarse a Fortaleza no es tarea sencilla. Los carros cargados con los llamados a encontrarse con el bosque llegan sin mayores complicaciones hasta a las instalaciones de la Empresa Azucarera San Buenaventura (EASBA), el centro azucarero del norte paceño, pero después se precisa la orientación de algún ese ejja experimentado. Los viajeros deben elevar la cabeza para divisar la vegetación frondosa que anuncia una naturaleza profunda, casi intacta. Los baches del camino, sin embargo, en seguida delatan la efervescencia silenciosa de la actividad humana en la zona. Se divisan campamentos de árboles devastados, tampoco es dificultoso tropezar con trabajadores de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) ocupados en reparar caminos que disimuladamente se bifurcan.
—Este camino no había hace un año atrás, nosotros hemos trabajado y abierto, dirá más adelante Lucio, mostrando cierta complacencia.
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Empapado de sudor y manchado de cuerpo entero por la polvareda, Lucio fue el primero que surgió en Fortaleza ese martes. A Lucio le gusta liderar, una cualidad que había aprendido durante la dirección de un centro evangélico que coexiste en Eyiyoquibo, por eso esa mañana agarró su moto roja y adelantó su travesía. Lucio es papá de cuatro niños y es uno de los ese ejjas más convencidos de que Fortaleza es la respuesta a la crisis prolongada que enfrentan las familias de Eyiyoquibo. Va ser cuesta arriba redefinir nuevamente las estrategias de vida, pero se tiene que hacer, expresa. Es que el contexto agrario apabullante de la amazonia hizo que los ese ejjas mutaran en tiempo récord de una vida de pescadores itinerantes a una vida en un asentamiento fijo, del río y del bosque al área urbana, del aislamiento al contacto inicial y directo con la sociedad nacional, de recolectores a agricultores. Este recoveco de lucha por la sobrevivencia les ha dejado un estado de ruina y modorra social del que aún les cuesta readaptarse, donde el acceso a la tierra es fundamental para la reparación de su cultura, pero no suficiente.
Mientras intenta cubrir con su palma el tatuaje borroso de su brazo izquierdo, Lucio comenta que no le gusta la pesca por lo complicado y el solazo que reciben los pescadores, entonces su inclinación es a la agricultura. Explica que con apoyo de instituciones externas lograron desmontar en Fortaleza casi media hectárea para cultivar alimentos, y no duda en decir que su mayor anhelo es comercializarlos en el mercado de Rurrenabaque. La mirada activa de Lucio revela alegría cuando enumera los alimentos que sembrarán: cacao, arroz, yuca, camote, plátano, maíz y un sinfín de frutas. Las familias van a poder sembrar todo y cuanto que quieran, precisa como dando a entender que Eyiyoquibo no da para eso.
En Fortaleza, el capitán Lucio fue alcanzado por la comisión de mujeres. Ellas, ni bien pisaron el nuevo territorio, en seguida recolectaron madera seca para levantar fogatas cerca de las riberas de un rio todavía sin nombre ¿Fuego en los 40 grados de calor? Es para espantar mosquitos, murmuran. Mientras sancochan plátanos verdes, procuran apaciguar el llanto de los niños que muestran indicios de sofocación. También ponen a hervir arroz, como si no se fiaran de la comida que había diligenciado Lucio. Otra comisión de viajeros llegó tarde al encuentro por tomar un camino equivocado, no por despiste sino porque no supieron cómo ubicarse geográficamente, señala Apolinar, el otro comunario vanguardista. Entre los comunarios nadie tiene GPS, brújula o mapa georreferenciado.
Francisca, mamá de 6 hijos, llegó a Fortaleza calada de sudor y asfixiada por el polvo seco. Aquí es fresquito por los árboles, señalan con una sonrisa. De alguna manera, la mujer de casi cuatro décadas ya sabía cómo era su nuevo territorio; su esposo Wilson, otro de los pioneros del ingreso a Fortaleza, llevaba años describiéndole entre realidad y ficción, retazos de historias sobre los chillidos de monos, las correrías de tropas de chanchos de monte o el paso de tigres ambulantes o víboras. Francisca sabe que no será la última vez que interactuará con Fortaleza, entonces después de almorzar prefiere tomar asiento para cuidar de su niño y no arrojarse al bosque en busca de chonta, como lo hicieron las tejedoras experimentadas.
Mientras tanto, algunos varones intentan cruzar el río para escudriñar los bosques que colindan con Fortaleza, porque según ellos, urge ampliar la superficie de modo que se ajuste mejor a la cantidad de familias que tiene Eyiyoquibo; Juana, una de las tejedoras ávidas, escanea con la mirada la vegetación circundante, y casi inmediatamente dice que no hay chonta en abundancia, pero eso sí, reconoce, está mucho mejor que en Eyiyoquibo donde hace mucho que la chonta desapareció. Juana con una agilidad espontanea, esquiva arbustos y a machetazos certeros abre sendas para adentrarse más y más al bosque junto a otras tres mujeres. Al igual que sus amigas selecciona cuidadosamente las hojas de chonta para después retirar las franjas espinosas. En cada senda identifica plantas medicinales y las echa en su bolso, mientras con esmero explica en castellano: ajo ajo para la fiebre, cola de ratón para la fiebre, gabetillo amarillo para la gastritis, chuchuaso para el resfrío.
—De esto haré como tres canastitas o abanicos, responde a mi pregunta sobre para qué usará las hojas verdes claras de chonta.
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La colectividad de los ese ejja de Eyiyoquibo si bien por primera vez que recorren su nuevo territorio, en Fortaleza desde hace un par de años en sus entrañas pululan trabajadores forestales tumbando y clasificando árboles. Los árboles más frondosos están debidamente etiquetados con trozos de aluminio con códigos indescifrables que ni los Ese Ejjas, los dueños de la casa, saben de qué trata.
Lucio aún recuerda con nostalgia aquel julio de 2021, tiempos de post pandemia Covid 19, cuando en Eyiyoquibo se propaló la noticia de que las autoridades estatales después de ocho años, finalmente habían reconocido su demanda territorial. El INRA, gracias en parte a la presión constante de la Central de Pueblos Indígenas de La Paz (CPILAP), había emitido una resolución de asentamiento (DGAT-RES Nro. 045/2021) que reza:
“AUTORIZAR el asentamiento de COMUNIDAD ORIGINARIA INDÍGENA ESE EJJA DE EYIYOQUIBO (PIE DE MONTAÑA), integrada por 27 familias, en la tierra fiscal ubicada en el municipio San Buenaventura, provincia Abel Iturralde del Departamento de La Paz en una superficie de 900, 1861 ha, conforme las especificaciones técnicas contenidas en el plano adjunto que forma parte indivisible de la presente Resolución…”
— Fue una alegría grande, una alegría grande para todo indígena. Tendríamos nuestro territorio propio y estaremos lejos de la discriminación de las instituciones, de otros pueblos, del municipio…relata Lucio Games.
El fajo de la documentación, sin embargo, secundó más interrogaciones que respuestas. Les generó desconcierto la lista de solo 27 familias como beneficiarios y, sobre todo, tardaron en entender la exigencia del cumplimiento de la Función Social (FS). Según la normativa nacional, cumplir la función social supone demostrar residencia en la nueva tierra, construir viviendas y habilitar chacos de cultivo en un plazo de dos años (Artículo 156 del Reglamento de la Ley INRA), hecho que permitiría luego la emisión de un título ejecutorial de dotación. Vale decir que para que los ese ejjas puedan consolidar su asentamiento humano, debían demostrar claramente su ocupación, o de lo contario se anularía la decisión del gobierno. O sea, Eyiyoquibo podría permanecer sin tierra.
El INRA había tardado casi una década en definir si los indígenas de Eyiyoquibo realmente necesitan tierra para vivir. A pesar de realizar varias acciones, como por ejemplo, levantar un censo de población local o exigir documento de identidad a una mayoría de indígenas que no lo tenían, se desentendieron de la elaboración de un plan o programa de asentamiento para asegurar las necesidades socio-económicas del grupo beneficiado, como indican las leyes agrarias (Art. 101, Reglamento de la Ley INRA). Tampoco fue asumida la tarea de analizar la situación socioeconómica de alta vulnerabilidad de los beneficiarios, y menos prestaron atención a sus antecedentes de medio de vida itinerante, lo que probablemente no solo imposibilitaría su re asentamiento sino que permitiría el despojo de los recursos naturales que alberga el territorio consignado.
Lucio rememora que, en el año 2021, los comunarios de Eyiyoquibo desconocían la ubicación del territorio de 900 hectáreas fuera de papeles que mostraban una silueta redonda atestada de códigos numerales. Repite el relato que ha expuesto más una de vez ante el Estado: las familias de Eyiyoquibo tienen problemas serios para subsistir cotidianamente, no tienen recursos para trasladarse inmediatamente a una zona alejada donde no hay condiciones de habitabilidad. Lucio aún recuerda con claridad que junto a un grupo de jóvenes deambularon por conseguir víveres y herramientas de trabajo para después internarse al bosque a machetear sendas por semanas enteras. Varios se enfermaron de insolación, otros cogieron diarrea y la falta de agua casi cobró vidas.
Lucio, al final reconoce que difícilmente hubieran concretado el ingreso a su territorio si es que no se hubieran contactado con una empresa china dispuesta a abrir una senda de alrededor de 32 kilómetros, a cambio de explotar madera. Asesorados por técnicos facilitados por el Plan de Pueblos Indígenas del Banco Mundial, los ese ejjas encararon la burocracia para gestionar planes de manejo forestal ante la Autoridad de Fiscalización y Control Social de Bosques y Tierra en el municipio de Ixiamas. Después de varios papeleos y pagos cuantiosos, lograron la autorización para la explotación de 10 hectáreas de bosque donde no tardó en instalarse la empresa maderera. Aun así, tardaron más de 365 días en establecer un relacionamiento sostenido con su territorio y recién en agosto de 2022 lo bautizaron como Fortaleza.
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Al final de la jornada, los ojos de Lucio denotan cansancio y confiesa que se siente satisfecho. Aunque sabe que para habitar Fortaleza les espera un sinfín de diligencias y un futuro demasiado incierto, su anhelo de involucrar a los comunarios jóvenes se había cumplido. “Ellos tienen que aprender a cuidar el bosque”, repite. Pero hay una tarea pendiente que le inquieta, quizá lo más importante del recorrido colectivo: instalar el letrero comunal. Hoy la preocupación de los ese ejjas de Eyiyoquibo ya no es solo demostrar al INRA que necesitan tierra, sino proteger su territorio de los avasalladores intrépidos que suelen asentarse en áreas aparentemente vacías. Los comunarios, al igual que Lucio, se muestran convencidos de que estacar un letrero sobre el camino puede ayudar a advertir explícitamente que Fortaleza tiene dueño y son los Ese Ejja de Eyiyoquibo.
Lució explica que los Esse Ejjas de Eyiyoquibo no son los únicos habitantes sin tierra que diligencian arduamente su asentamiento en las tierras fiscales en el corazón de la Amazonia. Fortaleza está rodeada por áreas asignadas a comunidades indígenas tacanas y comunidades campesinas quienes llegan a poseer cerca de dos mil hectáreas por comunidad. Allí, no faltan grupos de migrantes agrupados en asentamientos de facto que buscan tierras e interpelan a los ese ejjas por afectar propiedades privadas.
Luego de poner el cartel, y ya cuando el sol comienza a desaparecer en el horizonte, los ese ejjas se apresuraron a montar en las camionetas y enfilar rumbo a Eyiyoquibo. El inicio del viaje ya no es silencioso. Entre risas ruidosas y contagiosas coinciden que lo más bonito fue ver el arroyo, quizá en añoranza de su memoria de navegantes. Las mujeres parecen apreciar más la tranquilidad, el aire fresco y sobre todo los materiales para la artesanía. Hay jipi japa y chonta, hemos verificado bien, señalan sin ocultar su desazón por lo corto de la visita. Su incredulidad de una mudanza definitiva parece haberse cobrado más fuerza y una pregunta que reiteran es qué haríamos cuando los niños se enfermen. Tendríamos que pedir que venga a vivir con nosotros una enfermera, señala unas de las artesanas más entusiastas. A los varones lo que más les preocupa, sin embargo, no es la salud, tampoco la comida o vivienda, sino asegurar el tránsito sostenido a Fortaleza, lo que da entender la perspectiva de una doble estancia entre Eyiyoquibo y Fortaleza. En tiempos de lluvia, el camino se inunda, todo se enfanga y nadie puede entrar aquí, comentan.
Si en algo coinciden entre hombres y mujeres ese ejjas es que hoy deben soñar a lo grande, y uno de esos deseos es conseguir transporte propio. Si hasta ahora Fortaleza ha continuado relativamente abandonada es porque no hay movilidad para trasladar nuestras cosas para vivir allí y que nos permita entrar y salir y sobre todo acarrear los alimentos que vamos a cosechar, señalan. No queremos depender de nadie, alguien completa.
Los llamados a reconciliarse con el bosque saben que el acceso al territorio es fundamental para la revitalización de su cultura indígena, pero no suficiente. Probablemente su desafío no es quedarse o marcharse de Eyiyoquibo, sino cabalgar entre dos universos distanciados: un mundo urbano excluyente, pero que les permite acceder a servicios básicos como energía eléctrica y agua potable y el otro mundo, en el bosque, que los conecta con sus ancestros, pero alejado de sus necesidades actuales. Su lucha exasperada se torna compleja cuando el Estado Plurinacional asume que su obligación termina con la rúbrica de papeles, y olvida que para crear y recrear su cultura tradicional, los pueblos indígenas del bosque también necesitan servicios de salud, educación, vivienda y demás derechos.
Equipo de trabajo:
Facilitación del trabajo de campo: Rudy Idiaquez.
Responsable de fotografías: Solange C. Molina.
Blog publicado originalmente aquí