Hoy los pueblos indígenas viven el mayor embate en su contra: sus montes y recursos naturales están en la mira de empresarios, locales y extranjeros, que cuentan con la anuencia de las autoridades mexicanas. La mayoría de las comunidades originarias padecen, además, miseria y discriminación. Pero también están construyendo formas de lucha efectivas para preservar su integridad como colectividades
Por Guillermo Castillo (Contralínea)
Aunque la Constitución lo mandata, en este país las autoridades no nos tratan igual a todos. Mire nomás cómo a unos nos tratan mal y nos niegan los derechos por el color de nuestra piel, cómo vivimos y porque no tenemos dinero. Nos discriminan por cómo nos vemos, por la forma en que hablamos y nos vestimos; no nos respetan nuestras costumbres ni nuestras creencias.
A las autoridades de a tiro no les interesamos; a ellos les interesan las empresas, los que tienen dinero. Bien sabemos nosotros que esto no es de hoy, viene de muy atrás. Hemos visto sufrir mucho a nuestros padres y abuelos, hemos visto mucho dolor y mucha sangre. Por eso sabemos que hay que organizarnos y defender nuestras tierras, que nadie más lo va hacer
Anselmo Sánchez, campesino e indígena chiapaneco
Hace más de 2 meses, el 9 de agosto, se conmemoró el Día Internacional de los Pueblos Indígenas y, en nuestro país, fue sólo la reiteración de que, en el contexto de una exclusión y un racismo casi omnipresente y crónico, los grupos indígenas están muy lejos de ser tratados como ciudadanos con acceso pleno a sus derechos sociales y de ser reconocidos, respetados y valorados en su diversidad sociocultural. En el México actual se calcula que hay aproximadamente cerca de 16 millones de personas que forman parte de los pueblos originarios [1]. De éstos, casi 7 millones y medio hablan alguna lengua indígena [2]. Los indígenas, a pesar de que están presentes en gran parte del territorio nacional, tienen mayor presencia en el sur del país –donde se presentan altos índices de marginación–, en estados como Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Yucatán, Quintana Roo, Veracruz, entre otros [3]. El rostro de estos pueblos refleja dos procesos contradictorios y opuestos, pero relacionados entre sí.
Por un lado, una discriminación y marginación histórica y generalizada hacia los indígenas –por el color de su piel y sus formas de vida y costumbres– de parte de otros grupos socioeconómicos y de no pocas autoridades gubernamentales (municipales, estatales y federales). A estos grupos se les excluye tanto porque sus prácticas socioculturales tienen lógicas distintas a las de la modernidad y los procesos de generación y acumulación de riqueza del capitalismo neoliberal, como por sus precarias situaciones socioeconómicas. Dentro de los indígenas están los sectores de la población que padecen las peores condiciones de vida a nivel nacional. Pese a lo que dice y dicta la ley, en México el Estado trata de manera diferenciada a los ciudadanos y, dentro de los colectivos menos favorecidos por la acción gubernamental, los más olvidados son los pueblos originarios.
Por otra parte, dentro de estos colectivos indígenas se han dado también algunos de los más relevantes procesos de organización social (autonómica) y de defensa del territorio frente a los procesos de despojo por parte de las mineras, las empresas de los parques eólicos y otros megaproyectos de la iniciativa privada y el Estado; experiencias colectivas que proponen formas de vida y convivencia mucho más incluyentes y menos agresivas con la naturaleza, que no se basan en la generación de riquezas que sólo benefician a unos cuantos y, paralelamente, producen una acentuada inequidad y pobreza. Con esto, los pueblos indígenas han mostrado su capacidad de acción social y su papel como actores políticos de primera línea.
La exclusión histórico-estructural
En el país la ausencia sistemática y constante de los derechos –sociales, políticos y económicos– de carácter constitucional tiene preferentemente rostro indígena. En los pueblos indígenas se concentra la pobreza y se encuentran los niveles más bajos de salud, educación e ingreso; en términos generales, ellos son el grupo de la población con mayores obstáculos para conseguir movilidad socioeconómica y tener acceso efectivo a una vida digna. De hecho, según datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), el 70 por ciento de los hablantes de lenguas indígenas viven en pobreza; además el 57.7 por ciento de los hombres indígenas y 45.3 por ciento de las mujeres de dichos pueblos no tienen acceso a ningún servicio médico [4]. Para inicios de la presente década, en estos grupos se presentaban los mayores índices de mortalidad infantil y materna a nivel nacional, así como la menor esperanza de vida del país [5].
En la educación el panorama no es más halagador, el promedio de educación entre los grupos indígenas es de poco menos de 6 años –lo cual apenas coincide con la primaría–, mientras la media nacional de la población no indígena es de poco más de 9 años –y remite a tener terminada la secundaría–. Además, los porcentajes de mayor analfabetismo y menor escolaridad se concentran particularmente en las mujeres y niñas indígenas [6] –que, entre los excluidos, son las más marginadas y vulnerables.
En lo concerniente a la ocupación laboral, los grupos indígenas se distinguen por bajos salarios y la preponderancia del trabajo manual “no calificado”: casi cuatro de cada 10 son empleados y/o obreros; aproximadamente 30 por ciento trabaja por su cuenta y poco menos del 12 por ciento son jornaleros agrícolas [7] –y padecen una de las situaciones laborales más abusivas, ilegales e inseguras del país–. Ante el adverso escenario de sus lugares origen y su situación de vida, son además de los grupos con mayor propensión a migrar, principalmente al interior del país.
Además, por el tipo de perfil laboral que tienen, gran parte de ellos carecen de las prestaciones de ley y los derechos laborales indispensables. A este panorama, habría que añadir el despojo de los territorios al que se ven sujetos no pocos de los grupos indígenas con miras a que, con la iniciativa y complicidad del Estado tecnócrata/neoliberal y sus diversas autoridades gubernamentales, empresarios y corporativos nacionales y multinacionales obtengan recursos naturales a fin de incrementar sus ganancias y desplegar las dinámicas de acumulación del capital y concentración de la riqueza [8] [9].
Más allá de una perspectiva de victimización e infantilización de los indígenas, es preciso apuntar que, sin negar la complejidad de las situaciones socioeconómicas y políticas del país, la falta estructural del ejercicio de los derechos sociales –de educación, salud, trabajo y acceso efectivo al uso y disfrute de la tierra– consignados en la Constitución, es responsabilidad primordial del Estado. Por omisión o deliberadamente, las instituciones oficiales han contribuido de manera importante en la forma en cómo se han producido y reproducido las políticas y relaciones de exclusión y discriminación hacía los grupos indígenas.
La desigualdad no es neutra. Tampoco natural. Tiene signo y causa, hay rostros y responsabilidades detrás de ella. De este modo, la marginación e inequidad que sistemática e históricamente ha golpeado a los indígenas tiene una génesis y proceso de construcción y consolidación social que remite a la ausencia –involuntaria o deliberada, parcial o aguda– del Estado como rector y procurador de un orden sociopolítico basado en la justicia y que provea de niveles básicos de bienestar para toda la población –especialmente de aquellos sectores que han sido crónicamente relegados–. En este tenor es conveniente recordar que, el ejercicio cabal e irrestricto de la ley –que garantizará una vida digna a todos los ciudadanos sin importar su pertenencia étnico/cultural y su origen socioeconómico–, es el deber fundamental de las autoridades gubernamentales.
Organización y resistencia, el otro rostro de los indígenas
No obstante, también entre los indígenas se han conformado diversos grupos y organizaciones que, desde las más variadas experiencias y con múltiples estrategias y programas de acción que se han nutrido de sus diversas formas de resistencia y hacer política, han defendido y conservan sus territorios y sus modos de vida, caracterizados por una seria de normas orientadas al bien común y la reproducción de la comunidad, así como por complejas relaciones de valoración y uso respetuoso del medio ambiente y la naturaleza.
Estos sectores de los grupos indígenas han descubierto formas de reproducir la vida social que no se basan ni en el deterioro del entorno ni en contribuir a los procesos desiguales de desarrollo socio-económico que sólo acrecientan las riquezas y ganancias de los grupos de poder económico y político. Sus modos de vida no se centran en torno al dinero y la producción y acumulación de bienes materiales como fin en sí mismo, sino se orientan a la reproducción de la vida social –en su vasta complejidad– de los individuos en colectividad y no sólo en el nivel de la existencia material.
En este tenor, se encuentran desde experiencias colectivas que se dirigen hacía la realización y práctica de la autonomía y formas propias de organización social –como los zapatistas y sus municipios autónomos y juntas de buen gobierno, el caso del pueblo de Cherán, la policía comunitaria de Guerrero, entre muchos otros–, hasta la amplia gama de movimientos sociales en defensa del territorio y frente al despojo que suponen los megaproyectos extractivos –nacionales e internacionales– a lo largo del país. Entre muchas otras luchas están los wirrárika y su defensa de wirikuta contra la minería, los yaquis y su oposición al Acueducto Independencia, los pueblos del Istmo oaxaqueño frente a los parques eólicos, la resistencia de los indígenas del Valle del Mezquital frente a las cementaras y la minería [10].
De manera cotidiana y desde sus propias formas de vida y de relaciones con el mundo y la sociedad, los grupos indígenas, al afirmar sus especificidades socioculturales y el valor de su diversidad mediante sus prácticas organizativas, se erigen y asumen su papel como actores políticos que participan activamente en la construcción de una sociedad que, en la medida que es más justa e incluyente, es menos desigual y no se funda en la discriminación como relación implícita del orden de la vida social.
Notas
[1] “Desalentador; el programa educativo de los indígenas”, Gaceta UNAM, 11 agosto 2016.
[2] “Viven en pobreza siete de cada 10 hablantes de lenguas originarias”, La Jornada, 9 agosto 2016.
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Informe Sobre Desarrollo Humano de los Pueblos Indígenas en México. El reto de la desigualdad de oportunidades, PNUD-CDI, México, 2010.
[6] “Viven en pobreza siete de cada 10 hablantes de lenguas originarias”, op cit.
[7] “Viven en pobreza siete de cada 10 hablantes de lenguas originarias”, op cit.
[8] “CNDH insta al gobierno a consultar con los pueblos indígenas”, La Jornada, 9 agosto 2016.
[9] Megaproyectos en México, un lectura crítica, UNAM-Ítaca, 2016.
[10] Idem, 2016.
Guillermo Castillo*
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: SOCIAL]
Publicado en Contralínea